El
medallón
Esta historia
comenzó a forjarse con la aparición del medallón en la Sierra Pequeña, hermana
de Sierra Nevada y que los castellanos denominaron Sierra Arana.
Allí, en una
cueva estrecha, que parecía una mina, pero que no había sido horadada por el
hombre, existía uno de tantos portales por el que los enviados de Dios venían a
la tierra para realizar sus obligaciones. En la entrada de aquel portal, Rafael,
el jefe del grupo de arcángeles que gobernaban a los ángeles, había escondido
el medallón y había sellado la entrada para que nadie pudiera encontrarlo. El
autor del medallón había sido derrotado por los arcángeles y desterrado a la
oscuridad, pero antes de ser vencido se lo había entregado a Lilith, su
enamorada, y lo había dotado de todos su poderes y de una magia aprendida de
los ángeles caídos antes de la gran rebelión. Esa magia hacía indestructible al
medallón y hacía inmortal a su poseedor.
A través de ella, podría volver a la tierra y vivir su eterno amor,
inmortal como él. El arcángel Rafael no pudo destruirlo, tampoco supo eliminar
esa magia y selló la entrada para que nadie pudiera encontrarlo.
Eso ocurrió
hace miles de años terrestres. Estos seres superiores a los hombres, no conocían
lo imprevisible de un corazón humano y nunca pensaron que un niño pudiera encontrar
ese medallón y abrir el portal sin tan siquiera saberlo.
Huélago, jueves, 8 de mayo de 1969
Don Antonio y
su mujer, la señorita Mari Carmen, también maestra de Huélago, habían acordado
con otros colegas de Moreda realizar una excursión con todos los niños de los
dos pueblos a la Fuente de los Hornajos, que está en lo alto de la Sierra, a
unos dos mil metros. A pesar de la altitud, se puede subir por una vereda que
utilizaban los pastores, sin mucha dificultad.
El día
señalado amaneció totalmente despejado. Cuando Antonio salió a su corral para
orinar, el sol asomaba por el canto del Llano de la Estación
--hoy va a hacer un buen día --se dijo al levantar la vista.
Se sentía contento,
le gustaba salir al campo y esta excursión era una oportunidad para cumplir su
sueño: subir a lo alto de la sierra;
Desde la ventana de su casa, donde se sentaba para leer, se veía la
sierra y concretamente el lugar donde iban ahora se mostraba como un manto
verde. Soñaba que en aquel lugar vivía aventuras que otros niños no podrían
vivir jamás. Nunca había ido allí; en una ocasión y sin que su padre lo supiera
llegaron hasta la Venta del Puntal, al pie de la sierra, muy cerca del lugar,
claro que al volver su padre le calentó el culo por haber ido sin permiso.
Ahora iban guiados por los maestros y, aun así, su padre se negó en un primer
momento, la tristeza del niño provocó la intercesión de su madre y al fin pudo
llevar la autorización a la escuela.
Descolgó la
trébedes chica de la pared de la chimenea y la puso sobre el fuego, que
previamente su padre había dejado encendido antes de marcharse a trabajar a la
cantera del Cerro la Torre, colocó un cazo encima y puso un poco de leche.
Cuando estuvo caliente la echó en un tazón, añadiéndole cola cao y azúcar, la
acompañó con sopas de pan. Su madre estaba barriendo la puerta de la calle y
cuando entró a la casa le preparó el macuto con una fiambrera de carne con
tomate, pan, una naranja y un bocadillo de tortilla para la merienda de la
tarde. Agua no necesitaba ya que había donde iban.
Todos los niños participantes debían estar a
las ocho de la mañana en la puerta de la escuela. Antonio ni siquiera miró el único
reloj de la casa que estaba sobre la cornisa de la chimenea, en cuanto apuró el
tazón, cogió el macuto y se lo colgó a la espalda. Salió corriendo de la casa y
en unos minutos estaba en la puerta de la escuela. La mayoría de los niños ya
estaban allí aunque aún faltaba un rato para la hora de salida. Los maestros
llegaron a la hora justa. Reunieron a los niños por clases y cursos y pasaron
lista. Poco después llegaron las maestras y las niñas que se había reagrupado
en las Escuelas Viejas. Don Antonio les dio las últimas instrucciones y
comenzaron a caminar por la orilla de la carretera en fila de a dos. Al llegar
al llano, después de subir la Cuesta de Atascadero comenzó a generalizarse un
murmullo ante la visión de la Sierra, «allí, allí vamos
a subir», en el
paso a nivel del tren, las cadenas estaban echadas y el guarda, Gabrielillo, vigilante
por si algún niño cometía una imprudencia.
La alegría de los niños se desbordó
cuando pasó el tren. La fila se rompió y los niños gritaban «adiós,
adiós» a los asombrados
pasajeros que se asomaban por la ventanilla. El guarda esperó el tiempo
estipulado y quitó las cadenas para que pasaran. Poco después, los maestros se
encontraron con otro problema al llegar al cruce con la carretera nacional.
Aunque había poco tráfico eran muchos los niños y los mandaron parar para
organizarse. Unos maestros se pusieron a vigilar si venía algún coche por un
lado o por el otro y los demás a ambos lados de la carretera y les iban
diciendo cuando podían pasar. Siguieron por la carretera de Bogarre hasta el
cortijo de Las Grajas, que era el punto de reunión con los niños de Moreda.
Estos todavía no habían llegado. Esperaron jugando al futbol en una de las eras
y cuando llegaron, de nuevo los organizaron en fila y subieron por la vereda de
los pastores que llevaba a la Fuente de los Hornajos. Una hora después ya estaban
bebiendo agua en la fuente. Allí les dieron libertad de hacer lo que quisieran,
siempre que no se salieran de la zona que ellos podían controla con la vista,
es decir, la explanada.
La rivalidad entre los dos
pueblos se extendía a todos los ámbitos. Naturalmente el futbol era el máximo
exponente y organizaron un partido. Se eligió a once jugadores por cada equipo
y a dos maestros, uno de cada pueblo, como árbitros, los demás se pusieron a
animar desde la orilla. A los que no les interesaba este deporte se fueron a
explorar por los alrededores. Jugar un partido de fútbol a dos mil metros de
altura no era problema para aquellos chavales que no se estaban quietos ni un
momento, sino, que se jugaba en la ladera de una montaña. Se estableció que el
que echara la pelota fuera, debía de ir a buscarla. Aunque había dos balones
para jugar, siempre había algún patoso que echaba la pelota barranco abajo y
tenía que ir a por ella, mientras se jugaba con la otra, pero al poco rato
también había que ir a recogerla y claro, no había otra opción que esperar a
que volviera alguno con una pelota para seguir jugando. Por fortuna, a unos cientos
de metros más abajo, había un bosquecillo de chaparros que retenían los balones
e impedían que se perdieran. El partido duró hasta la hora de comer. No ganó
ningún pueblo, empate. Después, el almuerzo y la siesta.
En la explanada solo había un
árbol, que fue ocupado por los numerosos maestros. El resto, al sol, no aguantó
mucho rato y en cuanto los vigilantes se tumbaron para dormir un rato, se
fueron a explorar para no aburrirse. Antonio y sus amigos decidieron ver que
había en el pico más alto, allí, por debajo, entre las rocas se pusieron a
jugar y descubrieron una gran abertura, que parecía tapada por una gran piedra
de más de dos metros de alto que aguantaba estoicamente de pie, pero que las
inclemencias parecían querer derribar.
-- ¿Y
si la tiramos y entramos a ver lo que hay? --les
propuso Antonio.
-- ¡Vale! --gritaron los
demás.
Se subieron
todos, sentándose al lado, poniendo los pies sobre la roca y empujando con
todas sus fuerzas. Esta cedió y se volteó sobre si misma ante el susto de los
niños, luego comenzó a girar barranco abajo hasta que tropezó con un grupo de
chaparros y se detuvo.
Ante el
estruendo que formó la piedra al caer, los niños miraron para la explanada y
vieron como un maestro se levantaba mirando en aquella dirección, se escondieron
y vigilaron para ver que hacía, pero desde esa distancia no podía ver nada y
volvió a tumbarse bajo el árbol pensando que sería algún animal.
La apertura
que había quedado al descubierto parecía la entrada de una mina, pero muy
estrecha. Tendría un metro de ancho y dos metros de alto. Justo para un hombre.
El grupo de niños miraba aquella entrada oscura, atónitos. Deseosos de entrar
pero con miedo ante lo que hubiera en el interior. Uno de los niños fumaba a
escondidas y llevaba una caja de cerrillas en los bolsillos. La sacó y la
enseñó, ofreciéndola.
-- ¿Quién
entra primero?
-- Dame,
vamos a ver a donde llega --dijo
Antonio cogiendo la caja de cerillas--. ¿Solo
te quedan cinco o seis mistos?
-- Vemos
lo que hay y si nos gusta venimos otro día con una linterna ¾propuso Agustín.
-- ¡Vale!
Vamos.
Antonio se
levantó y comenzó a andar por la apertura, en cuanto llegó a la oscuridad se
paró, intentó adaptarse, pero no veía nada.
-- ¿Qué
pasa? --preguntaron enseguida.
-- Enciende
ya el misto --le gritaban.
Encendió la
cerilla, y con el brazo en alto comenzó a andar; el olor a humedad era intenso,
como a tierra mojada, pero las paredes eran de piedra. La luz era tan tenue que
avanzaban si ver casi nada. Al momento se quemó los dedos y encendió otra. Con
cada encendido andaban unos xx metros, así no llegarían muy lejos. Avanzaban
sin que descubrieran nada diferente al túnel.
-- ¡Las
paredes son amarillas! -- gritó
Juanito.
Encendió una
nueva cerilla y se arrimaron a la pared, ahora el reflejo aumentaba la luz.
-- Es
verdad, ¡qué piedra tan lisa! ¡qué bonita! Esto es un mineral --decía con admiración Antonio.
-- ¿Será
oro?
-- No,
imposible, el oro está en pepitas.
-- No,
no, esto es oro.
-- Hemos
descubierto un tesoro.
La cerilla se
apagó y todo se quedó oscuro.
-- Enciende
otra, que no se ve nada.
-- Ya
no quedan más.
-- Vamos
a decírselo a los maestros.
Con las manos
puestas en la pared comenzaron a retroceder para salir de la cueva. Salvo
Antonio que miraba asombrado un punto de luz que había descubierto más adentro.
Sin poderlo evitar se puso de rodillas y comenzó a andar a cuatro patas en esa
dirección. Al tocar con la mano esa luz, todo se iluminó. Estaba en una cueva no
muy amplia, las paredes y el suelo eran amarillos y su resplandor quemaba los
ojos. En la mano tenía un medallón viejo con la cara de una mujer en el anverso
y unas runas en el reverso, también una cadena ¾esto
parece de hierro, pero pesa menos, será un tesoro de los moros¾ pensaba mientras miraba admirado todo aquello. Al
momento escuchó un ruido de voces y se guardó el medallón en el bolsillo. La
luz se apagó y quedó en completa oscuridad. En ese momento apareció don Antonio
y varios maestros con una linterna que le alumbraban a la cara.
-- ¿Qué
haces aquí a oscuras?, dime, ¿quién te ha dado permiso para entrar en esta
cueva? --comenzó
diciendo muy cabreado.
-- Todo
es amarillo --balbuceo
Antonio, sin saber que decir.
-- ¿Amarillo?
¿Y qué? amarillo te vas a poner cuando se lo diga a tu hermana.
Se aproximaron
a la pared y estuvieron examinándola y discutiendo si era cuarzo o calcita,
desde luego no era oro como le habían dicho los niños.
-- ¡Vámonos!
Hay que llevarlos a la fuente antes que le ocurra algo a alguno ¾ordenó un maestro.
Salieron todos
de la cueva bajo la luz de la linterna de Don Antonio, fuera todos los niños
esperaban agrupados para ver el tesoro de oro que habían encontrado.
-- Todos
a la explanada --dijeron los
maestros.
-- ¿Y
el tesoro? ¿Dónde está? --preguntaban
los niños.
-- No
hay tesoro, solo son piedras amarillas.
-- Seguro
que hay un tesoro y decís que no, y por la noche venís y os lo lleváis --comentaba otro niño en voz alta.
La carcajada
fue general, Antonio guardó silencio, no quería decir nada sobre lo que había
encontrado, ni siquiera a sus mejores amigos, si lo enseñaba lo perdería y algo
le decía que debía protegerlo de otras gentes.
Volvieron
todos a la explanada y prepararon la vuelta. Cada maestro reagrupó a sus
alumnos para que nadie se quedara atrás y comenzaron la bajada hasta el cortijo
de Las Grajas. Antonio, en cuanto pudo se apartó un poco y escondido detrás de
una retama sacó el medallón de su bolsillo y lo pudo observar mejor, a la luz
del sol la imagen parecía más bonita. ¿Quién será esta mujer? ¿Cuánto tiempo
llevará en la cueva? --Se
preguntaba-- El tacto le
resultó extraño, y no parecía caliente ni frío No tenía ningún punto luminoso
ni nada especial que se reflejara salvo la luz del sol. Pero en la cueva había
brillado, o al menos eso le pareció.
Lo guardó en
el macuto y se unió a sus amigos. En el cortijo volvieron a jugar un partido de
desempate, la única “era” libre que había tenía el suelo empedrado eso hizo que
muchos no quisieran jugar por el peligro que conllevaba. De nuevo la contienda quedó en tablas.
Al terminar uno
de los niños que había participado en el partido, dijo que le habían robado un
reloj de pulsera y los maestros pidieron que se lo devolvieran, pero nadie lo
hizo. Entonces apartaron a los que se encontraban cerca de donde decía que lo
había dejado y decidieron de registrar los bolsillos y los macutos de cada uno.
Antonio no
había jugado, pero se encontraba cerca del lugar. Se puso nervioso e intentó
separarse del grupo con disimulo pero los maestros lo impidieron. Ya había
registrado a la mitad de los niños cuando alguien se acordó que el reloj lo
había guardado en su macuto. Comprobaron el bolso y allí lo encontraron. Nadie
lo había robado. Aquello sirvió de cachondeo durante un buen rato.
Los maestros
de cada pueblo organizaron los niños, contándolos y comprobando que estaban
todos y los pusieron de nuevo en fila de a dos para andar por el borde de la
carretera.
Cuando llegó a
su casa, parecía que una voz le decía que guardara aquel objeto y rápidamente,
antes que alguien se lo descubriera, corrió a depositarlo en su escondite secreto
que se encontraba detrás de la puerta de acceso a la planta alta, debajo de un
ladrillo, donde había un hueco y Antonio guardaba sus tesoros.
Yo, entonces, vivía
en París, tenía ocho años y todavía era feliz.