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lunes, 18 de febrero de 2013

NUEVA NOVELA: Primeras páginas del capítulo primero.



CAPITULO PRIMERO

1
El medallón

Esta historia comenzó a forjarse con la aparición del medallón en la Sierra Pequeña, hermana de Sierra Nevada y que los castellanos denominaron Sierra Arana. 

Allí, en una cueva estrecha, que parecía una mina, pero que no había sido horadada por el hombre, existía uno de tantos portales por el que los enviados de Dios venían a la tierra para realizar sus obligaciones. En la entrada de aquel portal, Rafael, el jefe del grupo de arcángeles que gobernaban a los ángeles, había escondido el medallón y había sellado la entrada para que nadie pudiera encontrarlo. El autor del medallón había sido derrotado por los arcángeles y desterrado a la oscuridad, pero antes de ser vencido se lo había entregado a Lilith, su enamorada, y lo había dotado de todos su poderes y de una magia aprendida de los ángeles caídos antes de la gran rebelión. Esa magia hacía indestructible al medallón y hacía inmortal a su poseedor.  A través de ella, podría volver a la tierra y vivir su eterno amor, inmortal como él. El arcángel Rafael no pudo destruirlo, tampoco supo eliminar esa magia y selló la entrada para que nadie pudiera encontrarlo.

Eso ocurrió hace miles de años terrestres. Estos seres superiores a los hombres, no conocían lo imprevisible de un corazón humano y nunca pensaron que un niño pudiera encontrar ese medallón y abrir el portal sin tan siquiera saberlo.


Huélago, jueves, 8 de mayo de 1969

Don Antonio y su mujer, la señorita Mari Carmen, también maestra de Huélago, habían acordado con otros colegas de Moreda realizar una excursión con todos los niños de los dos pueblos a la Fuente de los Hornajos, que está en lo alto de la Sierra, a unos dos mil metros. A pesar de la altitud, se puede subir por una vereda que utilizaban los pastores, sin mucha dificultad.
El día señalado amaneció totalmente despejado. Cuando Antonio salió a su corral para orinar, el sol asomaba por el canto del Llano de la Estación 

--hoy va a hacer un buen día --se dijo al levantar la vista.
Se sentía contento, le gustaba salir al campo y esta excursión era una oportunidad para cumplir su sueño: subir a lo alto de la sierra;  Desde la ventana de su casa, donde se sentaba para leer, se veía la sierra y concretamente el lugar donde iban ahora se mostraba como un manto verde. Soñaba que en aquel lugar vivía aventuras que otros niños no podrían vivir jamás. Nunca había ido allí; en una ocasión y sin que su padre lo supiera llegaron hasta la Venta del Puntal, al pie de la sierra, muy cerca del lugar, claro que al volver su padre le calentó el culo por haber ido sin permiso. Ahora iban guiados por los maestros y, aun así, su padre se negó en un primer momento, la tristeza del niño provocó la intercesión de su madre y al fin pudo llevar la autorización a la escuela.
Descolgó la trébedes chica de la pared de la chimenea y la puso sobre el fuego, que previamente su padre había dejado encendido antes de marcharse a trabajar a la cantera del Cerro la Torre, colocó un cazo encima y puso un poco de leche. Cuando estuvo caliente la echó en un tazón, añadiéndole cola cao y azúcar, la acompañó con sopas de pan. Su madre estaba barriendo la puerta de la calle y cuando entró a la casa le preparó el macuto con una fiambrera de carne con tomate, pan, una naranja y un bocadillo de tortilla para la merienda de la tarde. Agua no necesitaba ya que había donde iban. 
 Todos los niños participantes debían estar a las ocho de la mañana en la puerta de la escuela. Antonio ni siquiera miró el único reloj de la casa que estaba sobre la cornisa de la chimenea, en cuanto apuró el tazón, cogió el macuto y se lo colgó a la espalda. Salió corriendo de la casa y en unos minutos estaba en la puerta de la escuela. La mayoría de los niños ya estaban allí aunque aún faltaba un rato para la hora de salida. Los maestros llegaron a la hora justa. Reunieron a los niños por clases y cursos y pasaron lista. Poco después llegaron las maestras y las niñas que se había reagrupado en las Escuelas Viejas. Don Antonio les dio las últimas instrucciones y comenzaron a caminar por la orilla de la carretera en fila de a dos. Al llegar al llano, después de subir la Cuesta de Atascadero comenzó a generalizarse un murmullo ante la visión de la Sierra, «allí, allí vamos a subir», en el paso a nivel del tren, las cadenas estaban echadas y el guarda, Gabrielillo, vigilante por si algún niño cometía una imprudencia.
La alegría de los niños se desbordó cuando pasó el tren. La fila se rompió y los niños gritaban «adiós, adiós» a los asombrados pasajeros que se asomaban por la ventanilla. El guarda esperó el tiempo estipulado y quitó las cadenas para que pasaran. Poco después, los maestros se encontraron con otro problema al llegar al cruce con la carretera nacional. Aunque había poco tráfico eran muchos los niños y los mandaron parar para organizarse. Unos maestros se pusieron a vigilar si venía algún coche por un lado o por el otro y los demás a ambos lados de la carretera y les iban diciendo cuando podían pasar. Siguieron por la carretera de Bogarre hasta el cortijo de Las Grajas, que era el punto de reunión con los niños de Moreda. Estos todavía no habían llegado. Esperaron jugando al futbol en una de las eras y cuando llegaron, de nuevo los organizaron en fila y subieron por la vereda de los pastores que llevaba a la Fuente de los Hornajos. Una hora después ya estaban bebiendo agua en la fuente. Allí les dieron libertad de hacer lo que quisieran, siempre que no se salieran de la zona que ellos podían controla con la vista, es decir, la explanada.
La rivalidad entre los dos pueblos se extendía a todos los ámbitos. Naturalmente el futbol era el máximo exponente y organizaron un partido. Se eligió a once jugadores por cada equipo y a dos maestros, uno de cada pueblo, como árbitros, los demás se pusieron a animar desde la orilla. A los que no les interesaba este deporte se fueron a explorar por los alrededores. Jugar un partido de fútbol a dos mil metros de altura no era problema para aquellos chavales que no se estaban quietos ni un momento, sino, que se jugaba en la ladera de una montaña. Se estableció que el que echara la pelota fuera, debía de ir a buscarla. Aunque había dos balones para jugar, siempre había algún patoso que echaba la pelota barranco abajo y tenía que ir a por ella, mientras se jugaba con la otra, pero al poco rato también había que ir a recogerla y claro, no había otra opción que esperar a que volviera alguno con una pelota para seguir jugando. Por fortuna, a unos cientos de metros más abajo, había un bosquecillo de chaparros que retenían los balones e impedían que se perdieran. El partido duró hasta la hora de comer. No ganó ningún pueblo, empate. Después, el almuerzo y la siesta.
En la explanada solo había un árbol, que fue ocupado por los numerosos maestros. El resto, al sol, no aguantó mucho rato y en cuanto los vigilantes se tumbaron para dormir un rato, se fueron a explorar para no aburrirse. Antonio y sus amigos decidieron ver que había en el pico más alto, allí, por debajo, entre las rocas se pusieron a jugar y descubrieron una gran abertura, que parecía tapada por una gran piedra de más de dos metros de alto que aguantaba estoicamente de pie, pero que las inclemencias parecían querer derribar.
     --  ¿Y si la tiramos y entramos a ver lo que hay?  --les propuso Antonio.
           --  ¡Vale! --gritaron los demás.
Se subieron todos, sentándose al lado, poniendo los pies sobre la roca y empujando con todas sus fuerzas. Esta cedió y se volteó sobre si misma ante el susto de los niños, luego comenzó a girar barranco abajo hasta que tropezó con un grupo de chaparros y se detuvo.
Ante el estruendo que formó la piedra al caer, los niños miraron para la explanada y vieron como un maestro se levantaba mirando en aquella dirección, se escondieron y vigilaron para ver que hacía, pero desde esa distancia no podía ver nada y volvió a tumbarse bajo el árbol pensando que sería algún animal.
La apertura que había quedado al descubierto parecía la entrada de una mina, pero muy estrecha. Tendría un metro de ancho y dos metros de alto. Justo para un hombre. El grupo de niños miraba aquella entrada oscura, atónitos. Deseosos de entrar pero con miedo ante lo que hubiera en el interior. Uno de los niños fumaba a escondidas y llevaba una caja de cerrillas en los bolsillos. La sacó y la enseñó, ofreciéndola.
          --  ¿Quién entra primero?
      -- Dame, vamos a ver a donde llega --dijo Antonio cogiendo la caja de cerillas--. ¿Solo te                         quedan cinco o seis mistos?
         -- Vemos lo que hay y si nos gusta venimos otro día con una linterna ¾propuso Agustín.
         --  ¡Vale! Vamos.
Antonio se levantó y comenzó a andar por la apertura, en cuanto llegó a la oscuridad se paró, intentó adaptarse, pero no veía nada.
        -- ¿Qué pasa? --preguntaron enseguida.
        -- Enciende ya el misto  --le gritaban.
Encendió la cerilla, y con el brazo en alto comenzó a andar; el olor a humedad era intenso, como a tierra mojada, pero las paredes eran de piedra. La luz era tan tenue que avanzaban si ver casi nada. Al momento se quemó los dedos y encendió otra. Con cada encendido andaban unos xx metros, así no llegarían muy lejos. Avanzaban sin que descubrieran nada diferente al túnel.
      -- ¡Las paredes son amarillas! -- gritó Juanito.
Encendió una nueva cerilla y se arrimaron a la pared, ahora el reflejo aumentaba la luz.
    -- Es verdad, ¡qué piedra tan lisa! ¡qué bonita! Esto es un mineral --decía con admiración Antonio.
       -- ¿Será oro?
        -- No, imposible, el oro está en pepitas.
        -- No, no, esto es oro.
        -- Hemos descubierto un tesoro.
La cerilla se apagó y todo se quedó oscuro.
        --  Enciende otra, que no se ve nada.
        -- Ya no quedan más.
        -- Vamos a decírselo a los maestros.
Con las manos puestas en la pared comenzaron a retroceder para salir de la cueva. Salvo Antonio que miraba asombrado un punto de luz que había descubierto más adentro. Sin poderlo evitar se puso de rodillas y comenzó a andar a cuatro patas en esa dirección. Al tocar con la mano esa luz, todo se iluminó. Estaba en una cueva no muy amplia, las paredes y el suelo eran amarillos y su resplandor quemaba los ojos. En la mano tenía un medallón viejo con la cara de una mujer en el anverso y unas runas en el reverso, también una cadena ¾esto parece de hierro, pero pesa menos, será un tesoro de los moros¾ pensaba mientras miraba admirado todo aquello. Al momento escuchó un ruido de voces y se guardó el medallón en el bolsillo. La luz se apagó y quedó en completa oscuridad. En ese momento apareció don Antonio y varios maestros con una linterna que le alumbraban a la cara.
       -- ¿Qué haces aquí a oscuras?, dime, ¿quién te ha dado permiso para entrar en esta cueva? --comenzó diciendo muy cabreado.
        -- Todo es amarillo --balbuceo Antonio, sin saber que decir.
        -- ¿Amarillo? ¿Y qué? amarillo te vas a poner cuando se lo diga a tu hermana.
Se aproximaron a la pared y estuvieron examinándola y discutiendo si era cuarzo o calcita, desde luego no era oro como le habían dicho los niños.
      -- ¡Vámonos! Hay que llevarlos a la fuente antes que le ocurra algo a alguno ¾ordenó un maestro.
Salieron todos de la cueva bajo la luz de la linterna de Don Antonio, fuera todos los niños esperaban agrupados para ver el tesoro de oro que habían encontrado.
        -- Todos a la explanada  --dijeron los maestros.
        --  ¿Y el tesoro? ¿Dónde está? --preguntaban los niños.
        -- No hay tesoro, solo son piedras amarillas.
        -- Seguro que hay un tesoro y decís que no, y por la noche venís y os lo lleváis --comentaba otro niño en voz alta.
La carcajada fue general, Antonio guardó silencio, no quería decir nada sobre lo que había encontrado, ni siquiera a sus mejores amigos, si lo enseñaba lo perdería y algo le decía que debía protegerlo de otras gentes.
Volvieron todos a la explanada y prepararon la vuelta. Cada maestro reagrupó a sus alumnos para que nadie se quedara atrás y comenzaron la bajada hasta el cortijo de Las Grajas. Antonio, en cuanto pudo se apartó un poco y escondido detrás de una retama sacó el medallón de su bolsillo y lo pudo observar mejor, a la luz del sol la imagen parecía más bonita. ¿Quién será esta mujer? ¿Cuánto tiempo llevará en la cueva? --Se preguntaba-- El tacto le resultó extraño, y no parecía caliente ni frío  No tenía ningún punto luminoso ni nada especial que se reflejara salvo la luz del sol. Pero en la cueva había brillado, o al menos eso le pareció.
Lo guardó en el macuto y se unió a sus amigos. En el cortijo volvieron a jugar un partido de desempate, la única “era” libre que había tenía el suelo empedrado eso hizo que muchos no quisieran jugar por el peligro que conllevaba.  De nuevo la contienda quedó en tablas.
Al terminar uno de los niños que había participado en el partido, dijo que le habían robado un reloj de pulsera y los maestros pidieron que se lo devolvieran, pero nadie lo hizo. Entonces apartaron a los que se encontraban cerca de donde decía que lo había dejado y decidieron de registrar los bolsillos y los macutos de cada uno.
Antonio no había jugado, pero se encontraba cerca del lugar. Se puso nervioso e intentó separarse del grupo con disimulo pero los maestros lo impidieron. Ya había registrado a la mitad de los niños cuando alguien se acordó que el reloj lo había guardado en su macuto. Comprobaron el bolso y allí lo encontraron. Nadie lo había robado. Aquello sirvió de cachondeo durante un buen rato.
Los maestros de cada pueblo organizaron los niños, contándolos y comprobando que estaban todos y los pusieron de nuevo en fila de a dos para andar por el borde de la carretera.
Cuando llegó a su casa, parecía que una voz le decía que guardara aquel objeto y rápidamente, antes que alguien se lo descubriera, corrió a depositarlo en su escondite secreto que se encontraba detrás de la puerta de acceso a la planta alta, debajo de un ladrillo, donde había un hueco y Antonio guardaba sus tesoros.
Yo, entonces, vivía en París, tenía ocho años y todavía era feliz.

2 comentarios :

Pues, me parece interesante. Me gusta tu estilo fluido en una historia de fantasia con la mezcla de lugares y situaciones tan cotidianas. Sinceramente me ha dado ganas de saber más.

No solo me ha gustado el arranque, también las descripciones y la sencillez del estilo. Espero tener ocasión de leer más.

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