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viernes, 27 de enero de 2012

Mi primer viaje en tren




A los diez años nunca había viajado en tren, bueno, no había viajado en nada. Nunca había viajado. En la primavera de 1967 realicé mi primer viaje lejos del pueblo que me había visto nacer. Aquel día estrenaba ropa nueva, mi madre me había cortado y cosido unos pantalones con una tela de otros pantalones viejos de mi padre, naturalmente sabía escoger la parte de la tela que no estaba desgastada ni rota. También había comprado una camisa de manga corta al Semanero, un vendedor ambulante que venía al pueblo todas las semanas con un fardo de ropa al hombro, que por supuesto pagaría poco a poco y cuando pudiera. Mi madre tenía que visitar a sus primas de Iznalloz y quería causar buena impresión para demostrar a sus familiares que las cosas le iban bien con su marido sevillano. En aquellos días una mujer no podía viajar sola, y me llevaba a mí como acompañante y protector.
Preparamos una gran cesta en la que metimos una talega con dos conejos que llevábamos como regalo, con la preocupación de mi madre por si se abría la talega y se escapaban los animales. Subimos a la estación por la carretera ya que el Camino de la Trocha estaba embarrado de las últimas lluvias de la primavera. Era temprano, hacía frio mientras subíamos la Cuesta de la Estación hasta que llegamos al Llano y el sol nos fue calentando los cuerpos.
En media hora estábamos en la Estación. Yo estaba tan contento que no cabía dentro de mí. Mi madre era muy precavida y llegamos con dos horas de antelación, por si acaso, a lo que hay que añadirle la hora que traía de retraso, aquello se me hizo interminable.

--Ya viene --gritó una señora que también esperaba impaciente.

Siguiendo las vías del tren hacia Fonelas, en el horizonte, se comenzaba a divisar una gran humareda negra. El tren pitó y todos nos miramos sonriendo. Ahora estábamos seguros de que no nos iba a dejar en la estacada, los demás viajeros que se subían en la estación de Huélago, iban a Granada y tenían muchas cosas que hacer. Al margen de nuestra impaciencia, la locomotora avanzaba lentamente tirando de cuatro vagones entre los campos de cebada verde que ya tenían una altura de medio metro. El viento iba en dirección contraria y el humo negro envolvía por momentos los vagones pareciendo que desaparecían y volvían a aparecer como por magia. Aun tardó un rato en llegar. Cuando el tren paró, el Revisor se bajó y habló con el Jefe de Estación, como nos vio titubeantes nos dijo:

--Subid, que vamos con retraso.

Los ocho viajeros que esperábamos en el andén subimos al último vagón, el de Tercera. Nos acomodamos en el primer departamento que estaba vacío. Cada apartamento tenía capacidad para ocho personas, los asientos eran de tiras de madera y encima de las cabezas tenían unos estantes para poner el equipaje. Mi madre no quiso poner su cesta allí y la colocó sobre las rodillas ante el temor de que los conejos se escapasen. Como era el único niño que viajaba me dejaron sentarme junto a la ventana. Lo primero que quise hacer fue abrir la ventana para asomarme y todos vocearon que me quedara quieto.

--La ventana no se puede abrir porque entra mucho humo --me aclaró mi madre.

Enseguida llegamos a Moreda, allí la máquina tenía que cargar agua y estuvo mucho tiempo parada, yo aproveché para recorrer los vagones pasillo arriba, pasillo abajo, hasta que el tren pitó de nuevo y volví junto a mi madre que ya salía a buscarme. El tren se puso en marcha lentamente dejando una nube de humo negro que todo lo envolvía, mientras se alejaba, mirábamos expectantes por la ventana, conforme avanzábamos los mayores comentaban el nombre de los cortijos por donde pasábamos. Poco después llegamos a la estación de Iznalloz. Para llegar al pueblo había que subir una enorme cuesta pero las primas de mi madre vivían a las afueras, junto al rio, donde tenían un molino y un horno para hacer pan. Era una familia de panaderos.
Al llegar al molino, una pastora ordeñaba junto a la puerta unas cabras para venderles la leche. Yo les dije que tenía hambre y que no habíamos comido nada por la mañana porque mi madre se mareaba cuando viajaba. Nos sentaron a la mesa y nos pusieron un vaso de leche de cabra recién hervida y unas galletas que elaboraban ellos, después me pusieron un plato de pastelitos que confeccionaban para los bares y tiendas de Granada y que fueron mi delicia durante todo el día.

--¡Come niño que de esto en tu casa no hay! --me decían admirados de mi glotonería.

Me pasé un día genial, aprendiendo a hacer panes y bollos. Por la tarde teníamos que volver a casa. A la hora de partir, mi madre se encontró la cesta llena de pastelitos y bollos de aceite con pasas que a mí me gustaron mucho. Todavía recuerdo el olor del horno y el sabor de aquellos pasteles.
Volvimos a la estación para coger el tren de vuelta, procedente de Granada, esta vez llegó puntual, pero al igual que por la mañana, en Moreda estuvimos un gran rato esperando, aunque yo no me aburrí comprobando cómo acercaban una vagoneta y cargaban el carbón en nuestra máquina. Al terminar, el fogonero me miró haciendo como que me iba a llenar de tizne y salí corriendo para volver junto a mi madre. Una vez completa la carga del combustible, el tren se puso en marcha con un largo pitido que llenó de alegría a mi madre. Un rato después llegamos a la Estación de Huélago. De nuevo estábamos en casa. Era increíble todo lo que había vivido y parecía que acabábamos de salir, como si el tiempo no hubiera pasado. En cuanto llegamos mi madre se acordó que tenía que hacer los deberes de la escuela y no me dejó ir a jugar. Me puse a hacer los problemas de matemáticas, pero como no tenía gana escribí unas poesías.

Es el tiempo, es el tiempo.
Qué pesado trabajar con sudor helado blanco
Y todo que pasa rápido.
Es el tiempo, es el tiempo.

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