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miércoles, 14 de octubre de 2015

HOSPITAL




Hace dos semanas pasé de nuevo por el hospital para una cirugía. Me colocaron una prótesis en la cadera derecha que estaba muy desgastada y me provocaba mucho dolor impidiéndome andar largas caminatas como a mí me gusta. Ahora estoy convaleciente y no tengo ganas de escribir ni de leer. Me siento extraño, inquieto y molesto. Me imagino que debe porque mi cuerpo detecta algo extraño y no le gusta, pero poco a poco me voy sintiendo mejor y ya comienzo a andar un poquito, aunque no quiero forzar y utilizo las muletas para mis paseos.
La operación es sencilla. Te ponen anestesia epidural, la misma que a las mujeres en el parto y los oyes trabajar como sierran y como golpean con el martillo como si el cirujano fuera un carpintero que corta y pega los huesos. Luego te llevan a una habitación llenas de enfermeras a la que llaman de reanimación y esperan que pase el efecto de la anestesia, controlando tu estado en todo momento por si necesitas transfusión de sangre o cualquier otra medida y cuando comprueban que estas bien te llevan a la habitación.
En mi caso, además antes de sacarme de allí, mediante un escáner, me durmieron el nervio de la pierna operada con la intención de que pudiera dormir esa noche porque el dolor es insoportable y los analgésico a veces no llegan a dominarlo. De nuevo se queda la pierna como si fuera un tronco de un árbol adherido a tu cuerpo.
No sé si la enfermera lo hizo bien o que la dosis fue pequeña, pero a media noche la pierna se despertó y el dolor era tremendo, pero ni siquiera se me ocurrió llamar por el timbre que tenemos al lado de la cama, por fortuna, entró una enfermera y al ver mi cara me dijo:

—Si te duele, ¿porqué no avisas?

Y se marchó volviendo con un bote de analgésico que me puso junto al gotero y enseguida me calmó. Aunque ya no me dormí.



La segunda noche me ocurrió algo similar, porque a eso de las cinco de la mañana se me pasó el efecto de los calmantes y comenzó el dolor. Tampoco avisé a nadie hasta que vino la enfermera de la mañana y me puso un bote de calmante. A partir de entonces cada vez que me dolía se lo decía a las enfermeras que me aumentaban la dosis de los calmantes y la cosa se llevaba mejor. Al tercer día me levantaron de la cama y comencé a andar con un andador, el dolor era intenso pero decían que tenía que mover la prótesis para que se engrasara y no se quedara fija. A la semana me dieron el alta y unas muletas con las que me puedo mover, y que aún hoy utilizo, y me fui a Roquetas para mi rehabilitación.
En estos día he intentado escribir o leer, pero no tengo ganas de nada, solo escribí un poema contando lo que acabo de describir pero con la visión de un poeta.




HOSPITAL

PRIMERA NOCHE.

La pierna parece muerta
como una rama ajena a mí,
ya no me pertenece.

Cuando despierta, viene acompañada
del monstruo que la ha enamorado.
Dolor es un monstruo de color enfermizo
que surgió de las aguas del río
para ver la luna sangrante
que vivía en Granada.

Suspiro y surge un murmullo confuso
que grita en una lengua extraña
en el límite de lo oscuro
y es mecido por el viento de la habitación.

El suspiro parece agonizante,
como el eterno rocío cuando sale el sol,
pero yo veo un monstruo
que me trae flores ponzoñosas
al caer la noche en Granada
llenando de estridencias la habitación.

Entra la enfermera simpática,
la que sonríe con los ojos,
la que ve mi sufrimiento y mi dolor.
Lo reconoce. Ella reconoce al dolor,
entra por mis venas para callarlo,
y lo calla, luego me mira
y se marcha sonriendo.

Entonces suspiro y me duermo
soñando monstruos que me muerden la pierna,
como zombis sangrantes
que se apoderan de mi sueño
y yo no puedo huir,
no puedo correr,
y me dejo morder como si fueras tú.

A la mañana siguiente
vuelvo a luchar contra el dolor,
como si luchara conmigo mismo.


SEGUNDA NOCHE

El monstruo llegó por la noche,
parecía de roca lúgubre en la oscuridad
y cantaba una canción
que sabía a desolación.

La luna carmesí me miraba,
observaba como temblaba la soledad,
entonces me enfurecí como nunca,
y creé un lago de nenúfares,
de flores blancas y amarillas,
y creé un sol enrojecido
por el dolor y la desolación.

Una nube tapó el sol,
y las aguas se asustaron,
y las flores se marchitaron,
y la luna carmesí se marchó
cantando una canción:
Desolación.

La pierna parece muerta
como una rama caída del árbol,
que poco a poco vuelve a mí.

De nuevo me pertenece.





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